Se arrimó despacio como pidiendo permiso
sin hablar y me abrazo por la espalda. Hacía un día que no hablábamos. Hacía más
tiempo que nos evitábamos. Pero a veces todo sana con un simple abrazo y un
silencio. Tristemente segundos después me desperté. No estaba ni ella, ni sus
cosas y casi nada de su recuerdo. Mientras me lavaba la cara pensaba tratando
de convencerme “para que si vivíamos peleando?”. La casa estaba dada vuelta,
las botellas tiradas por todos lados. Y otra que no era ella estaba tirada en
mi cama. Ni se su nombre, tampoco me importó. Así como me desperté, ella hizo lo
mismo, se lavó la cara, un beso frío de despedida, miradas cruzadas con
vergüenza, tibia vergüenza, de esas que salen al principio y con cada segundo
que va pasando se va apagando. Solo fue una noche. La complicidad de miradas
fue calmando el “que habremos hecho”. Apenas cruzó la puerta comencé a sentir
la soledad.
De reojo mire el almanaque, la verdad ni
sabía que día era, solo estaba seguro de que todavía no se había consumido
enero y con eso me conformaba. Como si fuera una casa desconocida, revolví un
poco la alacena para tratar de encontrar un café que nunca encontré. Todo
estaba tan alejado de mi, como mis ganas de sentirme bien. Apenas fueron dos
años juntos, no se porque cuesta tanto a veces. Hubo más largas, más
apasionadas, más desilusionantes relaciones. Quizás lo que duele es pensar que tuvimos
culpas mutuas, que hubiésemos podido, donde hubiésemos llegado. Todo se tapa
con esa clásica mentira “estoy mejor solo”.
Eso de no encontrar el café me empujo a
caminar y rebuscar un bar en la zona. Lo de caminar con un poco de resacas de
amores y de alcohol, me llevo a pasar de una caminata buscando una mesa a
sentarme en el primer asiento vacío del subte. Ni me fije línea, ni destino, ni
horarios. Como si fuera un zombie, caminas y caminas, y si cruzaba un colectivo
sería lo mismo, igual un tren. Igual un abismo.
Al rato largo de andar y andar, comenzaron
a caer los mensajes. “Qué hacemos hoy”. “Zarpada la noche que pasamos”. “Tenemos
que repetir lo de anoche”. Y yo mientras caminaba, no terminaba de definir si regresaba a
casa y limpiaba, abandonaba la ciudad o volvía y prendía fuego todo el
edificio. No estoy loco, no soy un asesino, solo estoy perdido sin mi estupidez.
Después de mucho andar, comencé a recobrar
la conciencia y eso me empujó instantáneamente a ponerme los auriculares. Volví casi sin querer a mi posición de "como soporta la gente este mundo sin auriculares?
Mientras buscaba que escuchar, las manos me temblaban, el alcohol me seguía
retumbando en el cuerpo. Leía las listas y entre tantas cosas me convencí a mi
mismo que la que se llama Redondos+Indio me iba a empujar, me iba a despertar,
me sacaría de la depresión y me elevaría las ganas de volver a salir de joda.
Eso es! Música al palo, buen rock del país, agitar un poco el cuerpo para
quitar el polvo del alma.
Primer tema que suena “La hija del fletero”.
Podría haber sido “JiJiJi”, “Nuestro amo juega al esclavo” o “Yo caníbal”. Pero
no, el Indio tenía que decirme al oído que esa linda e infinita (frase que
tantas veces usamos para ganar), se fue lejos a otros lares donde "parece" ser
feliz. Creo que el parece siempre fue un tratar de convencerse de que todavía me extraña. No es de masoquista, pero así como duele sentís inmediatamente la
necesidad de poner “repeat” y escuchar como se rompe tu corazón un millón de
veces junto al sonar de la canción.
El “me reclamaba” pasó a ser “nos reclamamos”.
Nos mandamos al descenso, no podemos recordar sin rencor, hicimos de todo y
finalmente, cuando miro para atrás es imposible olvidarme del último momento, “no
me gusto como nos despedimos”, seguramente ambos, por lo menos de mi lado
seguro, teníamos ganas de tirar todo para atrás o de simplemente tener un último
beso, o más seguro un beso que de vuelta todo, que borre los malos momentos que
nos empujaban al adiós y que nos vuelva a unir. Pero no, esa última chance, esa
últimas vez que vi sus labios no me la puedo olvidar. Daban rocío y por
caprichoso, por orgulloso o por estúpido, no bebí.
Ya no hay cartas suyas, ya no hay mensajes
y los últimos que cruzamos mejor borrarlos. Sí, hoy solo como sopa de almejas, de amores nada. Sí, hoy las noches son más largas que los amaneceres, los vicios
ocupan más lugar que los abrazos y las mañanas son más duras que el levantarse.
Pero hay que seguir.
Ya son las cinco de la tarde, el celular va
drenando la batería o sólo busco una excusa para volver. Es hora de empezar a
contestar los mensajes, de acomodar un poco la casa, el cuerpo y volver a la
calle. Es hora de empezar.
Entre los mensajes se me dio por contestar
uno. Justo el que menos me interesaba hace unas horas. Ese de hace una semana
y que era tan simple como interesado/interesante sólo porque sabía que era totalmente sincero, y decía “como estás?”. Era mi amiga, esa
que mil veces me había dicho “tenes que frenar, olvidarla y seguir”. Para
contestar estuve cinco eternos minutos cambiando la frase, bien, mal, ni
idea, hablemos, te extraño, que haces. Tantas vueltas y finalmente le escribí “hola”.
Nada le dio más calma a mi mente que ver inmediatamente el “escribiendo” arriba
del chat. “Cómo estás?” me respondió de nuevo. Pensé un rato y se me vino a la
cabeza el primer día en que nos conocimos. En el 2008, cuando viajamos a San
Luis a ver al Indio nos tocó el mismo colectivo, como los dos viajamos solos
nos sentamos juntos y a pesar de nuestra timidez característica, comenzamos a
hablar. De ahí en más no nos separamos hasta estos últimos días.
“No se ni como me siento, pero como dice el
Indio, el mundo sigue girando, aún sin su amor”.
“Prepara el mate, en un rato estoy por tu
casa” me contestó y en ese momento me di cuenta que mientras leía el mensaje,
volvía a sonreir…